domingo, marzo 06, 2011

Hijos de la luz y de las sombras

Como en el poema de Miguel Hernández, hijos somos de la luz y de las sombras.

Hijos somos a la sombra de un gigante nacidos, construido para dar luz, colosal monstruo de tres cabezas desafiantes, erguido junto al mar como el de Rodas, faro y guía de aviones y de barcos, sol que alumbró, alma que calentó las almas de la gran ciudad, energía, por raíces de acero conducida como sabia crepitante en el tendido aéreo, donde sólo las funámbulas gaviotas osaban apoyarse, vida que remontaba el río y se perdía en un laberinto de arterias y de venas, entregadas a la causa de permitir al corazón de Barcelona seguir latiendo.

Hijos somos de un sol que amanecía tras el gigante de acero y hormigón de la Central Térmica del Besós, cruzaba el firmamento, siempre al sur, y se ponía tras el Sagrado Corazón del Tibidabo. Así, como la metáfora de este eterno diálogo entre los dos grandes colosos de nuestro litoral, así hemos vivido sus hijos.

Todo esto te daré si tú me adoras - tibi omnia dabo si adoraveris me (Mateo 4:9) -

Y adorando al diablo de la gran ciudad, crecimos sus hijos. Somos hijos a la sombra del servicio prestado a Barcelona, de las fábricas, de las industrias, de las plantas de residuos, de las fundiciones, de los humos, de un aire contaminado, de una playa sucia, de un mar lleno de vertidos, de un río agonizante, de los enormes bloques de viviendas para la mano de obra barata, de un sinfín de servidumbres. Hijos entregados a un diablo, siempre en lucha, que anhelamos un salir adelante, un futuro mejor, una esperanza, que quisimos poder un día subir al Tibidabo y contemplar a nuestros pies esa Barcelona que nos era negada, nosotros que no éramos más que niñas y niños de barriada.

La más visible y máxima expresión de nuestra esencia son las tres chimeneas. Son el referente de nuestra vida, un referente físico para un camino inmaterial, un mástil visible desde cualquier parte donde se iza la bandera de nuestros orígenes, que no nos permite olvidar de dónde venimos. De San Adrián somos, los que una vez fuimos del sur y los que vinimos del norte, los que nacimos aquí y los que fueron paridos en otra parte, de San Adrián somos, los que seguimos aquí y los que ya nos fuimos. Y en gran parte, esto es así porque es imposible pasar un día sin ver de dónde uno viene : nuestra bandera ondea a 220 metros.

El próximo 24 de Marzo está previsto que la Central Térmica del Besós cierre definitivamente. Sin embargo, y gracias al buen criterio del alcalde, Jesús Canga, al dejar el destino de la central en manos de la voluntad popular, el gigante seguirá en pie.

Fue un gran acierto. Una decisión tomada a nivel consistorial se hubiera visto sometida a presiones de todo tipo; el enclave tiene un innegable interés urbanístico y el litoral Mediterráneo, con su afable apariencia de laguito venido a más, está lleno de tiburones. Sin embargo la decisión fue popular y, por lo tanto, legitimada, sin espacio ni resquicio por el que puedan asomarse otros intereses. Habrá que buscarle, no obstante, un proyecto, un uso, una razón de existir a un lugar tan vertiginoso en todos los sentidos. Espero que seamos capaces de mantener con vida al ser que tanta vida dio.

Mientras tanto, recordaré como, cuando éramos más jóvenes, solíamos ir corriendo hasta Montgat y al volver, por más cansados que estuviéramos, siempre había energía para apretar la carrera pasando a los pies de la central, invadidos por unas fuerzas y un orgullo difíciles de explicar con palabras. Quizá tuvieran que ver los mejillones, esos mejillones tan ricos, llenos de fósforo, calcio, hierro y proteínas, tan frescos, que nuestras madres nos hacían comer en cantidades industriales, nunca mejor dicho.

Recuerdo que, algunas tardes de Domingo, bajaba paseando con mi padre hasta la playa y, si el tiempo era apacible y la brisa no muy fresca, nos acercábamos por las rocas hasta las toberas de la central, a ver como el agua caliente salía expulsada al mar con gran furia. Por imposible que pueda parecer, al pie de las chimeneas humeantes siempre había pescadores con su caña y su cubo que nunca volvían de vacío. Y también había quien recogía mejillones, en bañador o medio enfundado en un neopreno, según el frío. Porque en aquellas rocas, mitad piedras naturales esculpidas por el oleaje, mitad bloques de hormigón despedazados por el hombre y dispuestos a un azar medido, que sostenían la base de los tubos de refrigeración de la planta, se recogían unos mejillones grandes y carnosos, crecidos del agua limpia y tibia con que se enfriaban las turbinas.

Nunca supe si los mejillones que me hacía comer mi madre se habían cogido entre la rocalla al pie de la térmica de San Adrián. Pero de lo que sí estoy seguro es de que somos fuertes porque fuimos criados a base de mucho hierro, mucho fósforo, mucho calcio y muchas proteínas. Somos hijos de las sombras de una industria gris y pesada que se fue, y de la luz de la Central Térmica que siempre nos acompaña.

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